
Una línea azul es la que marca el trazado de la gran mayoría de maratones del mundo. En principio trata de señalar la trayectoria más corta y exacta de los 42,195 km de la prueba. Sirve como referencia visual para los atletas que compiten por ganar para no hacer metros de más.
Para el resto de mortales, que no nos va de hacer 100 metros de más y lo que nos importa realmente es llegar, es una compañera de viaje.
Una compañera que la semana de antes ya te avisa de que el momento está a punto de llegar. Ese por el que llevas meses entrenando y años soñando. Una compañera que ignoras durante la parte inicial de la carrera por la cantidad de personas, zapatillas y algún que otro pie descalzo, que simplemente no te la dejan ver. Una compañera que acabas viendo y siguiendo con la vista, el cuerpo y el alma, cuando ya no puedes levantar la cabeza y quieres acabar con la agonía.
Dicen los que saben y que ya han pasado por esas fases, que no hay que obsesionarse, que hay que mirar hacia arriba y disfrutar de la ciudad y del ambiente.
Pero no deja de ser menos cierto que cuando la veas todavía pintada en el suelo, meses después de acabar la maratón, habrá un gusanillo que se volverá a mover dentro de ti.
O si nunca la has hecho y la ves pintada, antes o después de la carrera, algo de ella te llamará la atención y te atrapará casi sin darte cuenta. Así me ha pasado cada vez que la he cruzado caminando por Barcelona.
Pero tengo decidido desde hace meses que no la seguiré más que de reojo y que me decantaré por su hermana mayor, la línea blanca. La línea blanca del carril bus.
Y es que van a ser muchos kilómetros y el asfalto de Barcelona es especialmente rugoso e incómodo. Así que mientras haya un carril bus, mis pies irán pisándola tranquilamente. Tranquilamente, hasta que me falten las fuerzas.