
Resulta bastante duro llevar un entrenamiento medianamente controlado durante medio año, en el que no han pasado excesivas cosas y en las que todos los elementos parecen estar a tu favor y, justo la tarde de antes del gran día, tu cuerpo empiece a destemplarse y a tener fiebre.
Resulta bastante duro acostarte sin saber si los cuerpos invasores tendrán piedad de tí y dejarán el ataque para más adelante, a eso de las 14 del día siguiente, cuando mis glóbulos blancos estén de celebración y puedan expandirse a sus anchas sin demasiada resistencia.
Resulta bastante duro despertarse sin quererlo, durante cada hora para que tu cuerpo elabore un parte de urgencias que le permita valorar el nivel de indisposición, molestia o dolor físico y moral con el que vas a afrontar la siguiente hora de sueño superficial.
Pero los temblores por frío, el dolor de cabeza y la poca hambre de las 6:30 no podían ser suficientes para amedrentarme. Si los pies me habían llevado hasta ese día, había que correr fuera como fuese.
Así que una ducha, desayuno con lo poco que entraba en el cuerpo, besos a la familia (que suspiraban aliviados al verme partir), moto y a seguir temblando encima de ella. A soltar también, alguna lágrima de rabia por verme así y alguna lágrima de emoción por ir hacia la salida.
Abrazarte a los amigos que vinieron a saludar y desearte suerte mientras les explicas tus últimas 15 horas entre temblores varios. Miradas de complicidad y temor, abrazos de despedida y al box de salida.
El frío sigue calado profundamente pero empezamos. Gritan mi nombre, mis amigos animan y yo saludo encantado, ¡gracias por venir a verme!.
Momento de empezar a ver dónde estás, buscar un ritmo cómodo, aunque sea más lento de lo que tenías pensado. Buscar asfalto agradable o una línea blanca ancha para no pensar mucho en el suelo.
Momento para mirar hacia arriba y ver la carretera de Sants llena de muñecos de colores saltando y avanzando por ella hasta donde llega la vista.
Momento de acostumbrarse a los pasos, al frío interno y al externo.
Y sin quererlo y sin tenerlo preparado, llega el momento en el que empiezas a escuchar las primeras voces de sorpresa: “Jo corro minimalista…¡¡¡pero si este tío va descalzo!!!” y de empezar a sonreír.
Momento en el que empiezas a hablar con algunos compañeros de viaje: Hey, ¡nos vimos en la mitja de Granollers, en la Maratest!; Oye, ¿y tú por qué corres así?; o simplemente saludar a la gente que te demuestra su admiración por correr descalzo.
Y llega el momento de volver a Plaza España, donde dejé la moto aparcada y donde pensaba que si estaba muy mal debería cogerla para ir a casa. Y aunque siga temblando, la sensación es que los primeros 10km han pasado volando.
Ahora viene el momento de levantar la cabeza y buscar a los amigos en Passeig de Gràcia, Rosselló y Meridiana. Meridiana se hace larga, porque la recta es bastante desagradable, pero el arco de la media maratón aparece y sabes que ya estás en la mitad.
El balance es positivo. Los temblores siguen, el mal cuerpo sigue, pero las piernas y los pies corren tranquilamente. Voy alimentándolos constantemente a pesar de no tener hambre porque me da la sensación de que ellos harán su carrera y, si los cuido, me llevarán a la línea de meta.
Queda gente por saludar en Bac de Roda. Fotos y sonrisas de complicidad y hacia el tramo que más coraje me daba de toda la maratón: Diagonal mar. Mis pies sufrieron mucho ese asfalto en la media de Barcelona y esos 5km estaban muy trabajados en mi cabeza. Estratégicamente colocada: la familia.
Me ven y respiran aliviados al verme la cara. Llevo 28km con frío y temblando, pero me veo totalmente capacitado para acabar y eso se ve. El cerebro responde bien a los estímulos de los pies y es capaz de diferenciar la incomodidad del dolor. Ese entrenamiento lo hice particularmente bien.
A partir del kilómetro 30 es cuando dicen que aparece el muro, pero en ese momento sólo pensé que era precisamente por ese instante por el que uno se enfrenta a una maratón. Así que seguí a lo mío, avanzando y a seguir temblando.
La subida hacia Arco de Triunfo era uno de esos puntos marcados en el mapa por el asfalto fino que hay y lo extremadamente placentero que es para los pies. Lo es. Al cruzarlo vuelvo a saludar.
Queda otro tramo marcado para el relax de los pies que es Portal de l’Àngel, pero me estoy dando cuenta de que no necesito relajarlos. Empiezo a adelantar corredores exhaustos, algunos caminan, otros estiran, todos les animamos.
Y a pesar de haberlo escuchado ya muchas veces, en los últimos kilómetros me anima especialmente escuchar mi nombre de un desconocido/a diciendo: eso si que tiene mérito Jordi!! Eso, o un: Ole tú!! me hacen sonreír como nunca. Agradezco cada muestra de cariño y ánimo y me doy cuenta de que ya se vuelve a ver Plaza España a lo lejos.
Momento de sonreirme, alentarme y felicitarme. Momento de besar a la familia y preguntar a mi hijo si quiere correr hasta el final conmigo. Lleva una semana enfermo y no le apetece, no pasa nada, la medalla seguirá siendo para él. Momento de atravesar las torres venecianas, de encontrar mi espacio y de saludar al speaker. Momento de apretar los puños y de cruzar la meta. Momento de tumbarse al suelo, levantar los pies, saludar y hacerse la foto de rigor.
Momento de levantarse, recoger la medalla y mirarla, tocarla y seguir sonriendo. Sentarse en un banco, saludar a otro barefooter e ir tranquilamente hacia la moto.
Momento de llegar a casa feliz, cansado y tembloroso. Gran recibimiento. Momento de dar fiesta a los glóbulos blancos y pasar los cuatro días siguientes con fiebre pero contento por haber corrido mi primera maratón descalzo.